El conocimiento, fruto de la sustancia pensante, el tiempo y la experiencia, ha de estar disponible para todas las personas. (M. G.)

lunes, 26 de julio de 2021

Mencio, la psicología moral y mi suegra

 

1a. Parte

  • El origen de la moral
  • David Hume
  • Mencio
  • Fernando Savater
  • Benevolencia, delito y circunstancias
  • Paul Bloom
  • Compasión fría
  • Meditación Metta y burbuja de compasión

2a. Parte

  • Fin de la teoría y principio de la realidad, experimento práctico con monos capuchinos 
  • Experimento práctico con los alumnos de un curso de filosofía de la Universidad de Massachusetts
  • María Azucena

3a. Parte

  • El fin del universo
  • Mi suegra
  • El idiota del grupo




1a. Parte

     El origen de la moral se encuentra en el sentimiento de preocupación por los demás. Hay un hecho que resulta impepinable y es que los demás no nos resultan indiferentes: si alguien llora o está deprimido contagia su preocupación y si está alegre contagia su alegría. Este sentimiento se convierte en moral cuando se universaliza y esta universalización se da principalmente a través de la literatura, en occidente, y a través de la meditación, en oriente.

    David Hume (filósofo, economista e historiador) sostiene que este sentimiento define al ser humano y que quien no lo tiene no lo es. En base a la pregunta ¿qué virtudes te gustaría que los demás reconociesen en ti? Hume elabora una larga lista y, tras analizar los resultados, un catálogo de virtudes. De todas esas virtudes surge una que está por encima de las demás: la benevolencia o sentido de humanidad. Su presencia en el individuo actúa como complemento de la virtud a la que acompañe (si uno es inteligente y además benévolo su buena voluntad tendrá mucha más repercusión), aunque su sola presencia ya sería suficiente porque demuestra que los demás no nos son indiferentes y esto para Hume es lo fundamental. El principio de la moral.

   Pero que sea fundamental no quiere decir que sea suficiente. Este principio debe ser filtrado, modificado por la razón, con el fin de evitar que el afecto que sentimos por los seres que nos son cercanos y la indiferencia ante quienes nos son desconocidos desequilibren nuestro juicio moral. Uno a de alejarse de lo particular antes de emitir un juicio moral y la imaginación y la lectura nos ayudan a alcanzar ese punto de vista neutral libre de emociones. 

   “La moral es un lenguaje universal que comienza con un sentimiento pero que debe ser sometido al razonamiento”. 

   Mencio fue un destacado filósofo y escritor de la escuela del Confucianismo cuyo maestro (unos 2000 años antes que Hume) tras hacerse la misma pregunta concluyó que la virtud suprema es la benevolencia y el sentido de la humanidad. Añade que esta virtud consiste en dos cosas: aplicar la regla de que lo que no quieras para ti no lo hagas a los demás y la fuerza de voluntad necesaria para llevarla a cabo.

   “Si eres capaz de poner en práctica estas cinco cosas serás considerado benevolente. Cortesía, generosidad, sinceridad, diligencia y amabilidad. Si eres cortés no te insultarán, si eres generoso te ganarás a todos, si eres sincero los demás te darán su confianza, si eres diligente conseguirás muchas cosas y si eres amable tendrás lo que hace falta para dar encargos a las demás personas”. 

   Tras exponer estas ideas, surgió el debate. Es importante señalar que en tiempos de Confucio no ocurría esto, el maestro hablaba intentando estimular el pensamiento propio del discípulo, sin dictar sentencia, tocando en los puntos adecuados para que el discípulo encontrara su propio camino y llegara a sus propias conclusiones mientras que en la época de Mencio los asuntos se debatían y había que convencer con argumentos.

   Dicho así, parece cosa muy democrática, por lo tanto buena y recomendable, y lo es, siempre que la voluntad del que debate sea honesta, cosa que rara vez ocurre. Con el debate surge la hipocresía o enfermedad de la razón, que no es otra cosa que la utilización de la razón para el propio interés, donde el hipócrita esgrime los argumentos que sean necesarios en función de los objetivos que quiera alcanzar, lejos del fundamento humano y benevolente imprescindible de la conducta moral.

    Don Fernando Savater explica muy bien las consecuencias actuales de este antiguo vicio en su muy recomendable libro El valor de educar. 

   “La obligación beatífica de respetar— las opiniones ajenas, si de verdad se pusiera en práctica, paralizaría cualquier desarrollo intelectual o social de la humanidad. Por no hablar del derecho a tener su opinión propia—, que no es el de pensar por sí mismo y someter a confrontación razonada lo pensado sino el de mantener la propia creencia sin que nadie interfiera con molestas objeciones. Este subjetivismo irracional cala muy pronto en niños y adolescentes, que se acostumbran a suponer que todas las opiniones —es decir, la del maestro que sabe de lo que está hablando y la suya, que parte de la ignorancia— valen igual y que es señal de personalidad autónoma no dar el brazo a torcer y ejemplo de tiranía tratar de convencer al otro de su error con argumentos e información adecuada. La tendencia a convertir las opiniones en parte simbólica de nuestro organismo y a considerar cuanto las desmiente como una agresión física ¡ha herido mis convicciones! no solo es una dificultad para la educación humanística sino también para la convivencia democrática”. 

   El debate, como decía, surgió en estos términos: 

   Actuar de manera benevolente puede ir en contra del propio beneficio o interés —dijeron unos. —¿Qué hacer, si uno va caminando y se encuentra una cartera? —Plantearon otros.

   A esto último Confucio responde que si te cuestionas qué hacer es que no eres moral, y afirma a continuación que actuar de manera benevolente, a la larga, nos beneficia a todos. Plantea la moral como contrato social: ser moral para que los demás lo sean contigo.

   Estas respuestas no gustaron demasiado y avivaron el debate (que para eso está). La respuesta que da Mencio es que debemos actuar moralmente porque eso es lo propio de un ser humano. Al igual que Hume, Mencio no considera humano al ser inmoral y añade que el germen de la benevolencia debe extenderse, debe ser alimentado, que hay que ser perseverante en esta tarea a pesar de las circunstancias (el hombre superior); sin culpabilizar a aquellos que renuncian, incluso llegando a cometer delito por carecer de recursos, preguntándose si sería un acto benevolente acusar a quien ha cometido delito debido a las circunstancias. 

    “El impulso de actuar moralmente es lo que nos diferencia de los animales y es algo que hay que cultivar, que se debe nutrir”. 

   Mencio reconoce dos gérmenes principales como origen de la moral que son innatos al hombre como lo son los brazos o las piernas: uno es la benevolencia y el otro la justicia.

   Paul Bloom reconocido psicólogo y profesor de ciencias cognitivas en la universidad de Yale, reconoce cuatro: sentido moral (capacidad de distinguir actos crueles y amables), empatía y compasión, sentido de equidad (división igualitaria de recursos) y justicia.

   Si mencionábamos antes que las aportaciones de la imaginación y la lectura al desarrollo de la moral eran importantes, hay que hacer mención especial a la extraordinaria aportación que han hecho y hacen el Budismo y la meditación. La práctica de la compasión fría, derivada de la meditación y considerada como lo máximo a lo que puede aspirar el ser humano, se muestra eficaz en su práctica; muy al contrario de la compasión sentimental, amoral, por ser la benevolencia sin el uso de la razón.

   En meditación existe una técnica denominada Metta que trata de extender el amor incondicionalmente hacia todas las cosas, la primera etapa se centra en uno mismo y sus seres cercanos, la segunda se dirige hacia desconocidos y la tercera hacia los enemigos. Otro tipo, aunque persiguiendo la misma finalidad, sería la burbuja de compasión en la que el meditador se encuentra y va ampliando hasta englobarlo todo.


2a. Parte

   Todas estas teorías expuestas hasta ahora han sido corroboradas con una infinidad de experimentos prácticos y no quisiera yo terminar sin mencionar uno en particular, ya que añadiéndole una simple variación resultaría especialmente interesante para descubrir cómo esa moral innata del ser humano empieza a diluirse hasta desaparecer casi por completo en el adulto. La experiencia original es la siguiente:

    El experimentador reúne a un grupo de monos capuchinos y les proporciona unas piedras (cabe suponer que estas son de un tamaño inofensivo). El experimento consiste en que cuando un mono devuelve una piedra recibe a cambio un trozo de pepino. Hasta aquí todo va bien. De repente el experimentador introduce una variable y en vez de entregar el trozo de pepino “pactado” le entrega a uno de los monos una uva (algo mucho más apetecible desde el punto de vista del mono, y del mío), provocando el enfado del resto del grupo y el consecuente alboroto (gritos, gestos y aporreamientos pectorales) por tamaña injusticia. El experimento se realizó también con niños pequeños obteniéndose el mismo resultado (en este caso con lloreras y angustia generalizada), llegando incluso a provocar el rechazo a seguir en el juego de los niños que salían beneficiados.

   Tras observar la sencillez del experimento y la importancia de la conclusión a la que se llega, se me ocurre hacer el experimento a la inversa con el fin de descubrir cuándo el niño angustiado, a medida que va creciendo, sustituye su congoja ante la injusticia por la aceptación sin más, la comprensión de la misma o la imperiosa necesidad de dicha injusticia en beneficio de un hipotético orden que, por esta o aquella razón, considera imprescindible.

   Podemos considerar estos tres preceptos como los diferentes grados, de menor a mayor, de aceptación de la injusticia.

   En el caso del que ejerce la injusticia diremos que va adquiriendo esta capacidad de obrar amoralmente en la medida que va desapareciendo el sentimiento benevolente innato y lo clasificaremos también en tres grados que se correspondan con los anteriormente descritos. Estos podrían ser: ¡Bueno!, ¡hombre!..., ¡qué más da!, como introductor de una injusticia intrascendente; ¡punto y pelota!, habitual en las relaciones m/padre-hijo/a donde el niño/a persiste en “los defectos que trae de fábrica” y la m/padre debe mostrarse firme en la implantación de los nuevos conceptos y ¡porque lo digo yo! o ¡me sale de…!, casi siempre acompañado de un dedo índice amenazante (en el mejor de los casos), donde la más mínima mención a la injusticia cometida pondría en cuestión el honor que se le supone al injusto (honor generalmente asociado a un cargo). Pero vayamos al ejemplo práctico, mucho más fácil de visualizar que este juego de palabras aparentemente absurdo.

   Supongamos que la universidad de Massachusetts organiza unos cursos on line de filosofía y establece un criterio para su superación que dice así: a quienes visualicen los videos en tal fecha se les dará automáticamente el aprobado y quienes no, deberán hacer un resumen y entregarlo antes de esta otra fecha. La injusticia es evidente, la amoralidad del criterio está más que demostrada (vuélvase sino a los primeros versos del poema); si los asistentes al curso fuesen monos capuchinos la gresca sería monumental, pero los asistentes son humanos adultos.

   El rigor científico requeriría preguntar y analizar las respuestas, pero dado que no tengo acceso a esta opción y sospechando que las respuestas de un grupo de alumnos matriculados en un curso de filosofía iban a ser cualquier cosa menos espontáneas, opto por tomar como cierto lo que mis cincuenta años de experiencia entre humanos me han enseñado de ellos. Dicha respuesta sería que exceptuando al típico idiota que siempre aparece en cualquier grupo, los demás no encontrarían ninguna inmoralidad, incluso algunos dirían que el ejercicio de dicho resumen resultaría provechoso para el aprendizaje de la materia. O sea, aceptarían sin más, y aún en el caso de que alguno reconociera la injusticia lo haría con una sonrisa y entrecomillando el término, con ese gesto tan de moda y tan desagradable con el que acostumbran.

   Introduzcamos ahora una variable. Entre los afectados por la injusticia de realizar tan ardua tarea se encuentra una joven afectada por una minusvalía como consecuencia de un terrible accidente donde, a demás de sus pulgares, perdió a su madre, a su hermana y a su perrita Sweety quedando al cargo de un padre, que, viéndose incapaz de afrontar semejante destino, se refugia en el alcohol y las drogas. La pobre mártir, incapaz de sujetar el bolígrafo para realizar el trabajo requerido, y, viendo que en la fecha privilegiada ella debe trabajar para poder comprarle vino a su padre y así deje de pegarla, decide solicitar la gracia del director del centro. La respuesta del director, aun sin estar sujeta a la prueba empírica, resulta más que evidente. Su negativa a socorrer a la víctima provocaría una revuelta con repercusión internacional, muy probablemente. Así que, y con el aplauso del alumnado, el centro, en lugar de simplificar y exigir equitativamente a todos los estudiantes, introduciría un nuevo precepto de superación solo válido para María Azucena, con lo cual la inmoralidad inicial se vería incrementada por la compasión sentimental de la que ya hemos dicho que es benevolencia falsa, sin el uso de la razón. 


3a. Parte 

   Me he visto obligado a suspender temporalmente el discurso por un suceso inesperado de carácter personal cuyas consecuencias, aunque solo las estoy empezando a vislumbrar, temo sean irreversibles. En el lapso de tiempo que separa el párrafo anterior de este, el universo entero se ha venido abajo y dudo que vuelva a recomponerse de la misma manera. Para dar preciso detalle de la tragedia me veo obligado a empezar hablándoles de mi suegra. Seré breve. Lo más breve que pueda.

   Mi suegra, no solo responde al tópico, lo supera. Es verdadera especialista de todo lo oscuro y retorcido que mora en el ser humano. A demás es ignorante, muy ignorante; y de ignorancia atrevida, digna de crear escuela. No hay rama alguna del saber de la que ella tenga el más mínimo conocimiento, ni siquiera de cultura televisiva, ya que a pesar de las largas horas que permanece en su frente no ha habido conocimiento alguno que haya prendido en ella. Pienso que solo mira para criticar lo que ve, y digo pienso porque rara vez sale una palabra de su boca, hecho por el que doy gracias a Dios cada día.

   El caso es que estaba yo intentando desarrollar coherentemente los argumentos que viene usted de leer, cuando sentí un aliento en la nuca. Entre desconcertado y asustado, me giré, y allí estaba ella, con su riguroso luto, mirando por encima de mi hombro, leyendo lo que escribía.

   —Tú eres tonto —dijo.

   No puso ningún énfasis especial, lo dijo más bien como confirmando algo ya sabido. Pensé en reprenderla por su falta de educación, pero enseguida me di cuenta de que reprender a un espía por espiar es absurdo y pasé directamente a explicarle lo que estaba haciendo.

   —Estoy cuestionando la utilidad de una idea que no se lleva a la práctica. De qué sirve que alguien haya establecido un criterio moral, de convivencia, si luego este no se… —la cara de asco con la que me estaba mirando me congeló el alma y perdí el habla. Al rato, se fue; y allí quedé, paralizado. Girado en mi silla como un imbécil metafísico absorto en la ausencia.

   Pasó un tiempo, no me pregunten, y cuando comencé a recuperar la actividad cerebral lo primero que me vino a la cabeza fue la imagen de un mono golpeándose el pecho, tremendamente desconcertado por aquel ataque a sus principios más básicos; luego apareció un niño, que sin entender bien lo que pasaba y viendo el enfado de los otros niños rompía a llorar desesperado; por último apareció el experimentador, satisfecho ante los resultados que aquella inmoralidad le proporcionaban sobre la moral.

   Tomé conciencia de mi situación y vi que, al contrario que el mono, yo no reaccionaba ante lo que suponía un ataque a mis principios. La realidad del mono había sido trastocada y él reaccionaba en cuerpo y alma, como una sola unidad de desesperación, igual que el niño. Y yo…

   Dudé de la realidad de lo ocurrido. Dudé de mi propia existencia. Aquel insulto que hacía tambalear mis principios exigía una respuesta física, golpearme el pecho, enfadarme…, ¡algo! y, sin embargo, me quedé inmóvil. Esto solo puede significar que mi realidad no se vio afectada en ningún momento. Que mi realidad dormía y que lo que yo consideraba mis principios no eran más que una ensoñación obsesiva de preguntas y respuestas que se transforman en nuevas preguntas y nuevas respuestas en un ciclo continuo, sin fin. Empiezo a pensar que aquel insulto de mi suegra, fue el estímulo de mi silencioso despertar, el acto de compasión fría del “hombre superior” aplicado de la manera y en el momento oportuno, justo cuando el imbécil del grupo está a punto de acusar al director del centro donde se quiere matricular, de inmoral, con todo lo que ello conlleva debido al cargo que ocupa y la institución que representa.





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